Los usos y costumbres de los pueblos originarios de la Ciudad de México conservan un profundo simbolismo. Cada representación es un espejo de la vida comunitaria, donde la sumisión y el vilipendio conviven con la fe del mexicano, generando escenas que impactan al espectador suspicaz.
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“¡Para que vean, cabrones… a bailar, que para eso los embriago!”, grita un “caporal” durante la danza de uno de los pueblos originarios de San Bartolo. Con una cuerda en mano, obliga a los participantes a moverse al ritmo de los azotes. La coreografía simboliza la vida del carbonero: un trabajador sometido a la dureza y brutalidad de sus jefes, quienes lo recompensan apenas con alcohol y comida.
Pregunto a don Alejandro, uno de los asistentes. “¿Qué significa el baile?”. Su rostro, marcado por profundas arrugas que recuerdan los surcos de la tierra, refleja la experiencia de los años.
“Venimos desde el pueblo a ver al señor de esta feria y agradecemos a nuestra señora que nos permita bailar en su casa. Nuestro baile tiene más de 120 años; ha pasado de generación en generación. A mi papá le tocó la fortuna de ser mayordomo en tres ocasiones, y fuimos recibidos por el señor de San Mateo cuando yo era niño”, explica.
Don Alejandro baila con ellos y viste ropa de manta blanca, como dicta su indumentaria de baile. A diferencia del caporal, que lleva botas, él usa unas chanclas hechas a mano. La costura es tosca y algunos clavos aún sobresalen. Mientras conversa, extrae de su morral una botella sin etiqueta, le da un trago y me la ofrece. “Debes beber, despreciarla sería una descortesía”, me dice.
El líquido resulta ser aguardiente. A pesar de su presentación humilde, la bebida sorprende por su intensidad: fuerte, pero agradable. Su aroma evoca azúcar quemada, como el caramelo de los flanes. Su color, de un ámbar profundo, confirma que no es un simple trago, sino parte de la memoria cultural de un pueblo que resiste a través de la tradición.
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El baile continuó entre risas y tragos de aguardiente. La representación escenifica la constante lucha entre los jefes, que buscan aprovecharse de las debilidades de los peones. El alcohol y la comida aparecen como símbolos de una pugna que todavía se vive en muchos hogares mexicanos.
De mano en mano me llega un plato con arroz, mole y dos tortillas. El arroz lo cocinan ahí mismo, en el atrio de la iglesia, y lo reparten entre los espectadores del baile. Para ello se permite encender una fogata donde colocan una olla de barro; con experiencia y oficio, preparan grandes cantidades de arroz con una sazón exquisita.
El mole lo elaboran desde cero, como solo se hace en una fiesta de pueblo; donde la hermandad, la comida compartida y las risas logran unir a comunidades distintas.
*Pueblo de Tetelpan/ festividad 7 de Sep MMXXV. CDMX.
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